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Nuestro texto constitucional, en su artículo 43 reconoce la vinculación directa entre salud y deporte. Lo prioriza, haciéndolos vincularse entre sí como conceptos, además de políticas inseparables, bajo el mandato constitucional. Es tan evidente que el deporte es a la salud como el agua al río. Aunque la realidad es otra, tan diferente, que nada tiene que ver con las prestaciones sanitarias recibidas por un deportista de élite, y un deportista federado en una actividad común en la práctica deportiva; o una persona que practica deporte sin estar federado. Y todo ello, dependiendo del ámbito territorial, deporte o federación. Esta especie de país del desencuentro en el que también se suscribe al deporte.
La propia Ley 10/1990, en su artículo 59.2 señala que, «con independencia de otros aseguramientos especiales que puedan establecerse, todos los deportistas federados que participen en competiciones oficiales de ámbito estatal deberán estar en posesión de un seguro obligatorio que cubra los riesgos para la salud derivados de la práctica de la modalidad deportiva correspondiente».
A esto le seguimos el rastro, y nos encontramos con el Real Decreto 849/1993, de 4 de junio, por el que se determinan las prestaciones mínimas del seguro obligatorio deportivo, en el que se reconoce «la especificidad de los riesgos que conlleva la práctica del deporte de competición en determinadas modalidades y la necesidad de garantizar un marco de seguridad sanitaria».
Se suponía que el objetivo de este Real Decreto no era otro que ofrecerle al deportista federado un conjunto de prestaciones mínimas –eso es lo referenciado– en la actividad diaria de su actividad. Haciendo recaer la existencia de esa disposición en algo novedoso, ágil, y sometido convencionalmente a la Ley de Contrato de Seguro. Y, para ello, su disposición final 1.ª establecía la obligación de actualizarse, señalando, a los efectos, que como mínimo se debería hacer a los tres años de entrada en vigor del Real Decreto.
La realidad está en el hecho de que esto nunca se hizo, lo que ha conllevado una situación de indefensión y de grave perjuicio al deportista, destinatario de este Real Decreto. Han pasado veinticuatro años, y veintiuno de la primera supuesta actualización. Lo que hay que lamentar profundamente, además de ser muy críticos con los distintos gobiernos en el sentido de no haber hecho sus deberes en un tema capital como es la salud del deportista. De hecho, estas cuantificaciones económicas son tan irrisorias, que, además, de seguir contabilizándolas en pesetas, resultan insultantes para los propios deportistas, que han visto, eso sí, incrementando entre cincuenta y cien veces los precios de este seguro respecto al inicio de aplicación de este Real Decreto. Situación ésta que conlleva, sin duda, a posicionar a la Administración en un ejercicio de reclamación de responsabilidad patrimonial. En algunos casos, que he conocido, resulta especialmente chocante e injusto, ya que después de una grave lesión los más cercanos se centran en un primer momento de atención y de priorización de esa lesión, que cuando se enfrentan a las indemnizaciones y tratamientos, de lo regulado y de lo que firman las Federaciones, que se quedan en el mínimo, no se entienden, ni es creíble, y menos si tenemos en cuenta el Derecho comparado.
Han trascurrido más de dos décadas, pero ni siquiera la Ley Orgánica 3/2013, de protección de la salud, ha llevado ningún desarrollo normativo al respecto. Parece haberse parapetado en el dopaje, como si fuera el todo de la materia de la salud. Ni siquiera han sabido dar cumplimiento a lo que de novedoso decía su preámbulo: «siguiendo este argumento, la presente Ley excede con mucho de lo que sería una simple norma antidopaje. Por el contrario, la intención del legislador es incluir un potente sistema de protección de la salud para quienes realicen cualquier actividad deportiva, prestando especial atención al grado de exigencia física y, por tanto, al riesgo que se derive de la actividad deportiva en cuestión, así como a los supuestos en los que participen menores de edad».
Buenas intenciones, plasmadas en todo un capítulo –el tercero– dedicado a la salud del deportista. Que aún no ha tenido desarrollo y plasmación alguna, por ejemplo en la puesta en marcha en un Plan de Apoyo, con el claro objetivo, según se reconoce en su artículo cuarenta y uno, «clave para determinar los riesgos comunes y específicos, así como las medidas de prevención, conservación y recuperación que puedan resultar necesarias en función de los riesgos detectados en los deportistas».
Una llega a la conclusión ante todo esto de que el maridaje salud y deportista no es de lo más saludable en nuestro país. De ese Plan ni se sabe, ni se le espera; ni siquiera un mínimo estudio para incidir en el desarrollo de esos tipos de deportes, con incidencias desigual en los deportistas, y que ponía de manifiesto, por ejemplo, la posibilidad de sugerir nuevas reglas de juego, en ese velar por encima de todo por la salud del deportista, como así se señala en el artículo 43 de esta Ley.
Analizando ambos marcos normativos, y reconociendo la incidencia en la parte de salud, tocaría desde luego modificar por injusto ese Real Decreto, en relación a todo el tema de las indemnizaciones, y atraer la Ley 3/2013 de salud del deportista en todo lo que tiene que ver con la salud y tratamientos. Buscando la acción protectora del marco de la Seguridad Social, bajo la cooperación fundamental de las Mutuas, como así prevé la propia Ley, en dicho articulado. Y esto descargaría de una mercantilización imposible y exponencial, asumida licencia-mutua-federación. Y más teniendo en cuenta lo que la propia Ley General de la Seguridad Social reconoce a las propias Mutuas, colaboradoras con el propio sistema de salud.
Reitero la gravedad de la existencia de un mínimo de cuantificación de este Real Decreto, que debe ser actualizado, porque de continuar así, casi resulta de algún modo delictivo. Valga, como ejemplo, algunos de estos mínimos, contenidos en el anexo del referido Real Decreto:
«6.º Indemnizaciones por pérdidas anatómicas o funcionales motivadas por accidente deportivo, con un mínimo, para los grandes inválidos (tetraplejia), de 2.000.000 de pesetas.
7.º Auxilio al fallecimiento, cuando éste se produzca como consecuencia de accidente en la práctica deportiva, por un importe no inferior a 1.000.000 de pesetas.
8.º Auxilio al fallecimiento, cuando éste se produzca en la práctica deportiva, pero sin causa directa del mismo, por un importe mínimo de 300.000 pesetas».
María José López González
Abogada